martes, 24 de enero de 2012

Aquí tienen reloj, allí tenemos tiempo.

Moussa Ag Assarid es el mayor de trece hermanos de una familia nómada de Tuaregs. Nació al norte de Mali hacia 1975 y en 1999 se trasladó a Francia para estudiar. Es autor de "En el desierto no hay atascos", donde describe su fascinación y perplejidad ante el mundo occidental.


Esta es la entrevista que le hizo el diario La Vanguardia:


- ¿Cuántos años tienes Moussa?


- No sé mi edad: nací en el desierto del Sahara, sin papeles!


- Nací en un campamento nómada Tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores Tuareg. Soy musulmán, sin fanatismo.


- ¡Qué turbante tan hermoso!


- Es una fina tela de algodón: permite tapar la cara en el desierto cuando se levanta arena, y a la vez seguir viendo y respirando a través de ella.


- Es de un azul bellísimo.


- A los Tuareg nos llamaban los hombres azules por esto: la tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados.


- ¿Cómo elaboran ese intenso azul añil?


- Con una planta llamada índigo, mezclada con otros pigmentos naturales. El azul, para los Tuareg, es el color del mundo.


- ¿Por qué?


- Es el color dominante: el del cielo, el techo de nuestra casa.


- ¿Quiénes son los Tuareg?


- Tuareg significa "abandonados", porque somos un viejo pueblo nómada del desierto, solitario, orgulloso: "Señores del Desierto", nos llaman. Nuestra etnia es la amazigh (bereber), y nuestro alfabeto, el tifinagh.


- ¿Cuántos son?


- Unos tres millones, y la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece... "¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!", denunciaba una vez un sabio: yo lucho por preservar este pueblo.


- ¿A qué se dedican?


- Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio...


- ¿De verdad tan silencioso es el desierto?


- Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.


- ¿Qué recuerdos de su niñez en el desierto conserva con mayor nitidez?


- Me despierto con el sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros las llevamos a donde hay agua y hierba. Así hizo mi bisabuelo, y mi abuelo, y mi padre... y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz en él!


- ¿Sí? No parece muy estimulante...


- Mucho. A los siete años ya te dejan alejarte del campamento, para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el sol y las estrellas... y a dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te llevará a donde hay agua.


- Saber eso es valioso, sin duda...


- Allí todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor!


- Entonces este mundo y aquél son muy diferentes, ¿no?


- Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!


- ¿Qué es lo que más le chocó en su primer viaje a Europa?


- Ver correr a la gente por el aeropuerto. ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena! Me asusté, claro.


- Sólo iban a buscar las maletas, ja ja...


- Sí, era eso. También vi carteles de chicas desnudas: ¿por qué esa falta de respeto hacia la mujer?, me pregunté... después, en el hotel Ibis, vi el primer grifo de mi vida: vi correr el agua... y sentí ganas de llorar.


- Qué abundancia, qué derroche, ¿no?


- ¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes de adorno aquí y allá, aún sigo sintiendo dentro un dolor tan inmenso...


- ¿Tanto como eso?


- Sí. A principios de los 90 hubo una gran sequía, murieron los animales, caímos enfermos. Yo tendría unos doce años, y mi madre murió. ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo.


- ¿Qué pasó con su familia?


- Convencí a mi padre de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros. Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de comer al pasar ante su casa... entendí: mi madre estaba ayudándome...


- ¿De dónde salió esa pasión por la escuela?


- De que un par de años antes había pasado por el campamento el rally París-Dakar, y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me habló de aquel libro: El Principito. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo.


- Y lo logró.


- Sí. Y así fue como logré una beca para estudiar en Francia.


- ¡Un Tuareg en la universidad!


- Ah, lo que más añoro aquí es la leche de camella... y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la arena cálida. Y las estrellas: allí las miramos cada noche, y cada estrella es distinta de otra, como es distinta cada cabra. Aquí, por la noche, miran la tele.


- Sí... ¿Qué es lo que peor le parece de aquí?


- Tienen de todo, pero no les basta. Se quejan. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Se encadenan de por vida a un banco, y hay ansia de poseer, frenesí, prisa. En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡porque allí nadie quiere adelantarse a nadie!


- Reláteme un momento de felicidad intensa en su lejano desierto.


- Es cada día, dos horas antes de la puesta del sol: baja el calor, y el frío no ha llegado, y hombres y animales regresan lentamente al campamento y sus perfiles se recortan en un cielo rosa, azul, rojo, amarillo, verde...


- Fascinante, desde luego...


- Es un momento mágico... entramos todos en la tienda y hervimos té. Sentados, en silencio, escuchamos el hervor... la calma nos invade a todos: los latidos del corazón se acompasan al pot-pot del hervor...


- Qué paz...


- Aquí tienen reloj, allí tenemos tiempo.

sábado, 16 de julio de 2011

Historias de amor en Flores

Alejandro Dolina


El universo es una perversa inmensidad hecha de ausencia. Uno no está en casi ninguna parte. Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia: el amor.

Los Hombres Sensibles de Flores tomaban ese rumbo cuando querían explicar el cosmos. Y hasta los Refutadores de Leyendas tuvieron que admitir, casi sin reservas, que el amor existe.

Eso sí, nadie debe confundir el amor con la dicha. Al contrario: a veces se piensa que amor y pena son una misma cosa. Especialmente en el barrio del Ángel Gris, que es también el barrio del desencuentro.

Las historias amorosas de los tiempos dorados son casi siempre tristes.

Esto no basta para afirmar que todos los romances fueron desdichados: sucede -tal vez- que el arte necesita nostalgia. No se puede ser artista si no se ha perdido algo. Los poemas de amor satisfecho aparecen como una compadrada de mercaderes afortunados. Por eso los poetas de Flores buscaban el desengaño, porque pensaban que cerca de él andaba el verso perfecto. Casi todos quedaban en la mitad del camino.

Manuel Mandeb veía las cosas de un modo más complicado. Admitía que la pena de amor conducía al arte. Pero también sostenía que el propósito final del arte es el amor. La recompensa del artista es ser amado.

Así parecía opinar Ives Castagnino, el músico de Palermo, quien componía valses melancólicos al solo efecto de seducir señoritas. Cuando no lo lograba, su tristeza le dictaba otras canciones que más tarde le servían para deslumbrar señoritas nuevas, y así recomenzaba el círculo.

Algunos muchachos sin vocación artística trataban de merecer a las damas cautivando las ciencias, la bondad, el coraje, la riqueza o la extorsión. Los autores de aforismos extrajeron de estas realidades una conclusión modesta: si no fuera por el amor, nadie haría gran cosa.

Las muchachas beligerantes podrán objetar que estos pensamientos parecen reservados a la conducta masculina. Al respecto, Mandeb creía que las mujeres hacían de ellas mismas un hecho artístico. El polígrafo de Flores, en un rapto de arbitrariedad, llegó a establecer un orden de cualidades, según su eficacia para enamorar.

Colocó en primer lugar la belleza y luego la juventud, aclarando que estas dos virtudes son tal vez una sola.

Después ubicó las condiciones espirituales: inteligencia y bondad. En último término, el poder y el dinero.

Muchedumbres de feos de cierta edad polemizaron con Mandeb reclamando el derecho a ser amados por su limpieza, trayectoria comercial o apellido ilustre.

De todos modos, para este oscuro pensador, el amor era una flor exótica cuyo hallazgo ocurría muy pocas veces.

-De cada mil personas que pasen por esa puerta- decía- acaso nos conmueva solamente una. Del mismo modo, quizás sólo una allá entre las mil tenga a bien impresionarse con nosotros. La cuenta es sencilla: sin contar percepciones engañosas y desilusiones posteriores, la posibilidad de un amor correspondido es de una en un millón. No está mal, después de todo.

martes, 22 de marzo de 2011

Cinco veces triste

Mario Benedetti

3. Cáscara y nada

A veces el futuro es un sueño cerrado
y uno arroja la llave al precipicio
el corazón a veces nos despierta a los gritos
y uno se vuelve sordo de ternura

a veces es preciso que se nos caiga el cielo
para saber todo lo que nos falta
para inventar el surco del insomnio
para quedarse a solas con el mundo.

Casi siempre es la hora de la verdad vacía
sólo cáscara y nada
Dios inmóvil
es el temor recién amanecido
y ya opaco de veras
ya de veras maldito.
A veces el futuro es una noche sola
y uno gasta la urgencia en llegar a dormirse.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Maldije la lluvia

Wu King (s.XIX)


Maldije la lluvia que, azotando mi techo,
no me dejaba dormir.
Maldije al viento, que robaba las flores de
mis jardines.

Pero tu llegaste y alabé la lluvia. La alabé
cuando te quitaste la túnica empapada.
Pero tu llegaste y alabé al viento.
Lo alabé porque apagó la lámpara.

domingo, 13 de febrero de 2011

Se equivocó la paloma

Rafael Alberti


Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo;
que la noche la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas eran rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)

jueves, 3 de febrero de 2011

Poema

Julio Cortázar


Te amo por ceja, por cabello, te debato en corredores
blanquísimos donde se juegan las fuentes
de la luz,
te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza
de cicatriz,
voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago y
cintas que dormían en la lluvia.
No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu mano,
porque el agua, considera el agua, y los leones
cuando se disuelven en el azúcar de la fábula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro.
Todo mañana es la pizarra donde te invento y te
dibujo,
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese
pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino
es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre en
una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.

domingo, 5 de septiembre de 2010

De que nada se sabe

Jorge Luis Borges


La luna ignora que es tranquila y clara
y ni siquiera sabe que es la luna;
la arena, que es la arena.

No habrá una cosa que sepa que su forma es rara.
Las piezas de marfil son tan ajenas al abstracto ajedrez como la mano que las rige.

Quizá el destino humano de breves dichas y de largas penas es instrumento de otro.

Lo ignoramos;
darle nombre de Dios no nos ayuda.
Vanos también son el temor, la duda
y la trunca plegaria que iniciamos.

¿Qué arco habrá arrojado esta saeta que soy?
¿Qué cumbre puede ser la meta?